Dicen que más vale una imagen que mil palabras, y es que un mercado es una cosa y a la vez mil.

En días de mercado se percibe el ajetreo de todo tipo de gente: cultura, raza, sexo y edad no importan en este lugar. Los amables vendedores ríen junto a sus clientes mientras muestran sus mejores productos. Productos de casa, de calidad, autóctonos, en los cuales se percibe hasta el cariño con el que los han tratado.
Esos productos son la esencia misma del mercado: su razón de ser. Sin el intercambio de esos productos y el movimiento de dinero el mercado no existiría, pero a diferencia de los grandes supermercados a los que estamos acostumbrados hoy en día en estos lugares reina un ambiente especial.

No se trata de mero capitalismo, de vender y luchar como tiburones por el máximo beneficio. Aquí hay humanidad. Calor. Amabilidad y trato entre personas, sea cual sea su origen, manera de pensar y cultura.

Será por ello que los niños, los abuelos, los señores y las madres sonríen más en este tipo de mercados. Será porque en este lugar podemos encontrarnos con cualquier cosa: pescado, carne, fruta, conservas, ciclistas, carritos de niños, patines y patinetes, zonas de descanso, risas, incluso monstruos como el de la foto.

Aun así, ese trato personal del mercado tradicional se ha ganado una clientela fiel, así que aun no esta todo perdido. Yo, de momento, ahí comprare mis tomates.
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